Un éxito descomunal e inesperado, una novela escrita a las apuradas por un hombre que había perdido la fe en su oficio, que sólo iba en busca del siguiente contrato. Mario Puzo, tapado por las deudas de juego, llenaba página tras página para que algún editor le diera unos dólares para subsistir. Pero la rueda se había detenido. Ya casi nadie confiaba en él. Tan sólo uno de sus hermanos y su esposa.
Estancado, cerca de cumplir 50, no podía pensar con claridad. Apenas lograba seguir adelante haciendo lo mismo de siempre, lo que nunca funcionaba: merodear ese mundo de la infancia, de fines de la década del cuarenta, que le había proporcionado algún elogio y magros derechos de autor.
Hasta que seco, sin mayores ideas, decidió hacer caso a un consejo que había odiado en el momento de recibirlo. Un editor le había dicho que ese mundo de su juventud era interesante pero que no alcanzaba para atraer a los lectores con correrías de chicos por la calle y conflictos familiares, que si iba a retratar a los italoamericanos en Nueva York debía incorporarle historias de la mafia. Puzo salió de la oficina enojado y sin un dólar de anticipo. El hombre no sólo había rechazado su trabajo, sino que le había pedido que escribiera sobre algo de lo que él no tenía la menor idea: el mundo de la mafia. Unos meses después, comenzó a escribir su historia de mafiosos a pesar de no haberse cruzado nunca en la vida con ninguno. Ya nada volvería a ser lo mismo.
El Padrino se convirtió en un mega best seller (antes de la película ya había vendido 8 millones de ejemplares), un clásico instantáneo que revitalizó un género como el de mafiosos y fue la inspiración para una serie de grandes películas. Todo tuvo origen en las deudas de juego, la búsqueda desesperada del éxito y, naturalmente, en su oficio adquirido tras décadas de escritura. El Padrino fue la obra que hizo que se conociera a Mario Puzo, un libro escrito sin premeditación, casi por necesidad, pero que mostró un mundo fascinante habitado por personajes difíciles de olvidar. Los Corleone recrean las fantasías, temores, intrigas y ambiciones de mucha gente. Eso fue lo que entendió y pudo plasmar Puzo en su improbable búsqueda de la fortuna.
Mario Puzo tenía 46 años, cinco hijos, un trabajo mal pago y deudas por miles de dólares. Había publicado dos novelas que habían sido bien recibidas por la crítica e ignoradas por el público. Se ganaba la vida escribiendo relatos de aventuras en revistas para hombres. Había perdido hasta el nombre: esos cuentos los firmaba con seudónimo, una decisión originada por el pudor y como medida preventiva de protección de un prestigio del que carecía.
Tenía otro problema más con el dinero. No sólo ganaba poco. Además le gustaba apostar y, como todo jugador, solía perder. Mucho. Siempre estaba siendo perseguido por algún prestamista.
Luego de publicar su segunda novela le presentó con entusiasmo a su editor el proyecto de su siguiente libro. El editor le denegó un posible adelanto: había perdido las esperanzas de que su autor pudiera vender los ejemplares suficientes para, al menos, salvar los gastos. Pero ese editor le dio a Mario Puzo el consejo que iba a cambiar su vida para siempre, el de agregar historias de mafiosos.
La novela fue un boom, un enorme best seller, que antes de que se estrenara la película de Coppola ya había vendido 8 millones de ejemplares
Puzo y su anodina tercera novela fueron rechazados por varias editoriales. Mientras tanto, sus días eran muy parecidos entre sí: por las mañanas escribía para revistas para ganar algunos dólares que le permitieran llegar a fin de mes, por las tardes se dedicaba a sus hijos y a diferentes tareas hogareñas, y por la noche apostaba. La combinación entre intentar vivir de la literatura y la ludopatía solo puede conducir al desastre, a la bancarrota; no debe haber dos actividades más ruinosas. Hasta que un día, agobiado por las deudas de juego, puso en marcha su novela de mafiosos.
Una tarde recordó un diálogo que había tenido unos años atrás con Lenny Bruce. El mítico cómico de stand up le había dicho: “Basta de pavadas. Es hora de madurar y de agotar ediciones”. Se metió en el terreno desconocido de la novela de mafiosos sin demasiada esperanza, sólo porque no se le ocurrió algo mejor.
Con 150 páginas escritas salió otra vez a recorrer editoriales. Cosechó varios rechazos hasta que Putnam le ofreciera 5.000 dólares de anticipo. La cifra para cualquier otro hubiera sido exigua. A él le pareció un excelente trato, tanto que aceptó sin siquiera negociar.
Cobró un tercio de ese dinero, pero no se puso a escribir, a continuar la historia. No deseaba pasar tiempo con ese libro, ni siquiera pensaba en él. Hasta que llegó el momento de cobrar el segundo tercio; para eso debía mostrar nuevas páginas. Con esfuerzo logró un avance y volvió a recibir un cheque. Solo la necesidad de cobrar el resto hizo que finalizara su libro, que hasta ese momento se llamaba La mafia.
Terminó en la fecha prometida, dejó el manuscrito en las oficinas de la casa editora, cobró el saldo y con esa plata se fue con su familia a Europa. A la vuelta ya tendría tiempo para pensar en cómo seguiría su vida. Antes hizo un pedido a su editor: que no le mostraran el libro a nadie, porque si bien argumentalmente estaba terminado, quería corregirlo más, había muchas partes que no lo convencían, le parecía un primer draft, que todavía estaba muy desprolijo.
En Europa, los Puzo, cómo era de esperar, gastaron todos sus ahorros y varios anticipos que consiguieron extraer de American Express. En el casino de Montecarlo mostraron la unión familiar. Todos los miembros mayores de edad de la familia perdieron cada ficha que llevaban. El mismo día que arribó a Estados Unidos, Mario fue a la editorial a intentar sonsacarles unos dólares más. Llegó sin mayores esperanzas pero no tenía demasiadas alternativas. Sin embargo, apenas ingresó percibió que algo había cambiado. Un súbito ataque de amabilidad había ganado a cada empleado con el que se cruzaba. En vez de esperar un largo tiempo en los sillones de la recepción mientras hojeaba revistas con dos o tres semanas de antigüedad, la secretaria lo recibió con una generosa sonrisa, le preguntó qué deseaba tomar y lo hizo pasar enseguida. El editor lo abrazó afectuosamente, como si lo hubiera extrañado en esas tres semanas de ausencia. La explicación llegó de inmediato. Lo habían desobedecido: el manuscrito había circulado. Y acababan de recibir una oferta descomunal: 375 mil dólares para la edición en paperback.
Inmutable, el editor le informó que había rechazado la oferta (una oferta imposible de rechazar). A esa altura, Puzo pensó que estaba siendo víctima de una gran broma hasta que el editor brindó sus argumentos: el récord en ese entonces para ediciones en rústica (tapa blanda) estaba en 400 mil dólares, por lo que él había exigido 410 mil dólares. No sólo iba a cobrar muchísimo dinero, sino que la operación se convertiría en noticia. Puzo asintió con la cabeza y salió de la oficina sin decir nada. Caminó por horas por la ciudad y recaló, como hacía siempre, en su bar favorito. A las diez de la noche de ese día, el bartender le pasó el teléfono. Había una llamada para él. Le informaron que el contrato estaba cerrado. Habían subido la oferta a 410 mil dólares, la cifra más alta pagada para una edición de bolsillo.
Lo primero que Puzo hizo fue dirigirse a la casa de uno de sus hermanos mayores, el que lo había financiado todos esos años, el que le prestaba dinero sin preguntar para qué, el que compraba la ropa y útiles que los hijos de Mario necesitaban para el colegio. Unos meses antes, Mario le dijo a este hermano que le cedía el 10% del libro en el que estaba trabajando. El hermano aceptó de inmediato. Lo hizo solo para que no se volviera a hablar del asunto, no como negocio: el libro anterior había obtenido en total 3 mil dólares de derechos de autor.
Luego Puzo llamó a su madre. Le tuvo que repetir tres veces la cifra porque la madre se obstinaba en entender que se trataba de 40 mil dólares. A la tercera vez, cuando por fin escuchó correctamente, la voz de la madre se puso seria y lacónicamente le dijo: “No le cuentes a nadie”. A la mañana siguiente, una de sus hermanas llamó a Puzo para saludarlo. “Me dijo mamá que vendiste el libro por 40 mil dólares. Te felicito”. El escritor después de aclararle el malentendido (tuvo que repetir la cifra tres veces), llamó a su madre para reprocharle el equívoco. La madre se ofendió, le dijo que ella había entendido perfectamente de qué cantidad se trataba, pero que era peligrosísimo andar divulgándolo por ahí. “Mejor mentir” respondió.
La madre de Puzo (y de otros once hijos) es importante en esta historia, y no solo por esta anécdota. Don Corleone le debe su fisonomía e historia a dos conocidos mafiosos de esos años, a Frank Costello y a Vito Genovese. Pero su voz, cada palabra que dice, el apego por lo familiar, la necesidad de que la familia permanezca unida, la rigidez, el juicio moral permanente y la indulgencia hacia los hijos, todas esas características de Vito Corleone, Puzo las tomó de su madre. “Cada vez que escribía un diálogo de Vito Corleone, tenía la voz de mi madre en mi oído”.
El escritor se crio en el Hell’s Kitchen, una zona brava de la ciudad de Nueva York. El mundo de lo italoamericano era su mundo. Pero no el de la mafia, no tenía contacto con nadie del hampa. Su conocimiento de lo ilegal estaba dado por su cercanía con el juego. Garitos, croupiers, prestamistas, jugadores compulsivos y usureros eran la fauna que frecuentaba. El libro se fue armando con una combinación de recuerdos de infancia (ese era el material de sus textos anteriores), investigación de archivo sobre los clanes mafiosos y algo de imaginación. Puzo, al principio, se avergonzaba de que su investigación hubiera sido de escritorio. No conocía a ningún mafioso, no se había acercado a ninguna organización criminal.
Dos años después de la publicación de su novela, Gay Talese, maestro del Nuevo Periodismo, publicó Unto the sons (Los hijos), una monumental investigación periodística sobre una familia del crimen organizado.
Lo curioso es que el crimen organizado terminó copiando a El padrino. Algunas costumbres que ya habían quedado en el pasado, que eran ritos olvidados en las prácticas cotidianas, fueron retomadas por los jóvenes gángsters. El doble beso, los rituales exagerados y otros gestos. Muchas de las frases pronunciadas por los protagonistas (los de la saga deben ser los filmes que más one liners y sentencias dejaron grabadas en la cultura popular de fines del siglo XX) se convirtieron en modismos habituales en el habla de los mafiosos. El léxico mafioso se nutrió de El padrino. La realidad imitó a la ficción.
Una digresión para continuar con las frases: tal vez la sentencia más repetida de la película, y proveniente de la novela, sea la de “Le haré una oferta imposible de rechazar”. Esa frase no provino de la imaginación de Mario Puzo, sino de sus lecturas. Es una adaptación bastante fiel de algo que escribió Balzac. Del mismo autor surge el epígrafe que Puzo eligió para abrir su novela: “Detrás de cada gran fortuna, hay un crimen”.
Cuando apareció en abril de 1969, ya con su título definitivo, El padrino fue un suceso fulminante. Pasó un año y medio en la cima de las listas de los más vendidos. Puzo arribando al medio siglo de vida, contra todo pronóstico, había conseguido fama y fortuna. Lo buscaban todas las editoriales. También recibió el inevitable llamado de Hollywood.
Los derechos cinematográficos de El padrino los había comprometido hacía tiempo, antes de terminar la novela, en su busca desesperada y constante por conseguir dinero para saldar deudas y satisfacer a sus acreedores. Peter Biskind, en su clásico libro sobre el cine norteamericano de los setenta, contó cómo el estudio se hizo con los derechos.
“En marzo de 1968, Paramount tuvo la oportunidad de convertirse en propietaria de la opción por un manuscrito de 150 páginas firmado por Mario Puzo titulado La mafia. Puzo esperó nervioso en la antesala del despacho del jefe de producción del estudio, Robert Evans. Puzo era un gordo apasionado por los cigarros y el juego. Les dijo: ‘Debo once mil dólares. Si no los consigo, me van a partir un brazo’. Evans recuerda: ‘Ni siquiera leí el libro, no me interesaba. Le dije: ‘Tomá doce mil dólares y escribí ese libro de una buena vez’”. El escritor niega esta versión, pero lo cierto es que Paramount se quedó con los derechos por un valor nimio para las posibilidades comerciales del libro.
Puzo se mudó a Hollywood para trabajar en el guion. Rápidamente hizo una gran dupla con Francis Ford Coppola, quien al principio se negó a dirigir la película para no quedar asociado a un best seller porque creía que la obra no tenía la calidad literaria que él merecía. Como contrapartida, a los ejecutivos del estudio y a Puzo, este novel director no los convencía, porque sus primeras películas habían resultado un fiasco.
Luego, lo que todos sabemos. La saga más famosa y prestigiosa del cine moderno. El escritor cosechó dos Oscars al mejor guion por El padrino y El padrino II, muchos otros galardones y negocios millonarios. De ahí en adelante, Puzo nunca más firmó un contrato por un monto que no tuviera siete cifras.
Además de estas múltiples satisfacciones que le cambiaron la vida, la novela le produjo a Puzo algún contratiempo. Entre ellos, el desprecio de uno de los personajes más influyentes del mundo del espectáculo, Frank Sinatra. En la novela Johnny Fontane, el crooner apoyado por El Padrino, tenía mayor protagonismo.
Su historia estaba más desarrollada. Los lectores no tuvieron dudas de que ese personaje, ese cantante exitoso que sufre una caída estrepitosa y que resurge con una película que le proporciona un Oscar, estaba inspirado en Frank Sinatra. Sinatra tampoco dudó.
En 1971 Mario Puzo se mudó a Hollywood para trabajar en la adaptación cinematográfica de su best seller. Una de esas noches, un millonario lo invitó a cenar al restaurante más exclusivo de Hollywood, Chasen’s. En medio de la comida descubrieron a Sinatra en una de las mesas.
El millonario se apresuró a levantarse a saludarlo y cometió el error de su vida. Le presentó al escritor. “Este es Mario Puzo”, dijo. Sinatra no levantó la cara de su plato. Le dijo que no estaba interesado en saludarlo.
El millonario empezó a disculparse, pero la calma de Sinatra duró poco. Sin mirar a Puzo, le preguntó si los editores lo habían obligado a incorporar el personaje del crooner en la novela. Pero no esperó respuesta. Se levantó y a los gritos comenzó a increpar a Puzo. La escena duró un rato largo hasta que Puzo, avergonzado, se retiró del lugar. Mientras el escritor salía (se escapaba), Sinatra, para que la humillación fuera mayor, le gritaba: “Lo único que falta ¿te vas a desmayar también?”.
Las películas de El padrino por las que ganó dos Oscars a mejor guion adaptado no fueron los únicos trabajos de Puzo en Hollywood. Escribió, entre otras, las dos primeras Superman, The Cotton Club y Terremoto. También publicó otras novelas en las que el tema de la mafia estaba muy presente. Sin embargo, nunca pudo replicar el éxito de El padrino.
La novela y el libro se convirtieron en fenómenos irrepetibles. “El padrino no es en absoluto mi novela favorita, pero me disgusta que sea objeto de crítica por el solo hecho de haber sido un best seller. Es el producto de un escritor que ha estado trabajando en su oficio durante casi treinta años y que, al final, ha logrado dominarlo. El libro obtuvo críticas mucho mejores de lo que yo esperaba. Me arrepentí de no haberlo escrito mejor.
El libro me gusta. Tiene gancho, y su personaje central fue aceptado por todo el mundo como un ser mitológico. Pero no puse en él todo mi esfuerzo”, escribió Mario Puzo al momento de estrenarse la primera de las películas, cuando todos los focos estaban sobre él.
Mario Puzo murió en Nueva York el 2 de julio de 1999. Tenía 78 años